Por: Antonio Altarriba
A estas alturas
de la Historia se hace difícil mantener la etiqueta “homo sapiens” como
denominación definitoria de la especie. De manera menos pretenciosa y,
probablemente, más atinada podríamos acogernos a la de “homo fabulator”.
Porque, si nos diferenciamos en algo de los otros seres vivos, es en nuestra
capacidad de generar representaciones simbólicas de lo que vemos,
vivimos o sentimos. Buscamos explicaciones, contamos cuentos, nos descubrimos o
nos inventamos con las ficciones que salen de nuestro ingenio. Mitómanos,
miedosos, noveleros o, simplemente, mentirosos nos gusta vivir pero, sobre
todo, relatar la experiencia de la vida. Así, fabulándola, se nos hace más
llevadera
Las primeras
fábulas de las que tenemos constancia aparecen pintadas en las paredes y grutas
prehistóricas. Son relatos de caza y convivencia cotidiana, seguramente de
carácter imprecatorio o, quizá, como exorcismo ante los peligros de la
intemperie. En cualquier caso, constituyen la prueba de que nuestro imaginario
se forjó, como su propio nombre indica, con imágenes. Por eso extraña que la
modernidad haya relegado la narrativa en imágenes como forma de expresión
menor, en cualquier caso por debajo de la palabra, más abstracta y, de alguna
manera, menos precisa.
El cómic sólo
es el avatar moderno de esta ancestral inclinación a contarlo o a contarnos en
imágenes. Y, desde hace unos años, gracias a la aportación de tantos y tantos
autores, su potencial narrativo se muestra en un creciente esplendor. No
sabemos si la crisis o la imparable barbarie nos devolverán a la edad de piedra
pero, sea cual sea la situación, siempre habrá alguien que, con habilidad y un
poco de inventiva, inscribiendo en piedra o en papel, estará dispuesto a contarlo,
viñeta tras viñeta.
Vitoria-Gasteiz 07/11/2014
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